Página de cuento 667

Ciudad Yogur – Una historia de amor, de locura y de leche Parte I: Panadero

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com

Anoche, cuando subía las escaleras hasta el tercer piso del edificio donde vivo, una propiedad horizontal algo antigua, le robé el diario “La voz del saber” a Doña Bromura, la inquilina del 2J. Era tarde, casi las 5 de la madrugada, y esos dos yogures diet de vainilla que me había tomado en el bar minutos antes me habían caído mal, muy mal. La noche estaba muy fría como para caminar por la calle con dos yogures recién digeridos, y las ráfagas de viento que soplan en las bocacalles parecen penetrar todo el cuerpo, parecen silbar entre las costillas. Caminé las tres cuadras que separan al bar de mi edificio, encorvado y con el sobretodo por encima de las orejas, mientras mi estómago parecía la orquesta filarmónica de Londres. No había nadie en la calle, salvo dos o tres gatos que observaban desde un paredón. Esos gatos y el repartidor de diarios (que había salido muy temprano para ser la madrugada del sábado) eran los únicos transeúntes en la calle Zambia, por lo demás desolada, como un desierto, como un paisaje sahariano en la noche. En la esquina de la avenida Stampton y la cortada García titilaba, sólo en la noche, el cartel del taller de operaciones de hemorroides en seco, desbordado por unos coleópteros enajenados que no hacían más que volar y chocar de lleno contra las lamparitas. El repartidor me dio la idea de conseguir el diario, seguramente algo habrían publicado del incidente de esa mañana, es decir la mañana del día anterior, pero el kiosco de la esquina todavía estaba cerrado al público, solamente aquel repartidor solitario estaba despierto a esta hora y dispuesto a salir con este frío.
Los insectos parecían no percibir el clima seco, frío y ominoso. Se estrellaban contra la gran H del cartel.
Y el cielo, en estas condiciones, se muestra oscuro, mejor dicho no se muestra, es un gran vacío, una nada. Es lo que queda siempre arriba preanunciando la nada que lo sucede.
Doblé en la esquina de la panadería, que estaba cerrada, pero una luz en el interior del cuarto contiguo al negocio propiamente dicho, donde están los hornos, denotaba que estaban trabajando. Salía vapor por las rendijas del respiradero. Crucé la calle y me asomé por una abertura de la persiana para mirar el interior. La persiana estaba tibia y pegajosa, los vahos de la manteca y la crema pastelera derritiéndose impregnaba el metal. Estiré los brazos hacia arriba y me abracé a la persiana mientras espiaba. En medio del frío nocturno, esa persiana era como un vientre materno cálido. El frío de la hebilla de mi cinturón chocaba contra las tablillas de la persiana, produciendo un golpeteo intermitente que acompañaba al viento.
El panadero giró el cuello sin dejar de amasar una cosa blanca y amorfa, dijo una frase que no entendí y desvió con su respiración el sentido del polvillo de harina que flotaba a contraluz en el ambiente. Estaba preparando escones.
Me fui enseguida, un segundo después de que el panadero, luego de intentar mirar hacia afuera, escondiera una caja azul debajo de unas bandejas de facturas.
No es necesario relatar lo que faltaba del camino, simplemente unos faroles colgando de la niebla, unos adoquines húmedos y la puerta de madera del edificio, con esa cerradura que hay que abrir con un breve artilugio consistente en poner la llave, levantarla un poco y al mismo tiempo empujar la puerta hacia adentro.
Entré, subí al segundo piso, le robé el diario a Doña Bromura del 2J, abrí la puerta de mi departamento, entré, encendí la luz, tiré el sombrero, el diario y el sobretodo sobre la mesa y me fui al baño. El inodoro seguía tapado, el lavabo con manchas de viejas afeitadas, la toalla era color verde oscuro pero sobresalían unas manchas grises.
Me lavé la cara mientras el espejo, opacado de hongos de humedad, me miraba desde el otro lado. ¿Quién es usted? Le pregunté.
Salí del baño y, con el diario, me recosté en el sofá-cama.
La televisión apagada no me gusta para leer el diario. La prendí.
Entonces, me dispuse a leer. Eran las cinco y pico de la mañana. Desde el ventanal acechaba una oscuridad férrea, a lo lejos el horizonte permanecía negro hacia el oeste y algo gris oscuro a la inversa.
Hojeé el diario de punta a punta, de un extremo al otro, comenzando desde la tapa, desde la contratapa, y nada, ni noticias del incidente de esta mañana, es decir, de la mañana de ayer. Lo cerré, lo volví a abrir, me detuve en los clasificados por un instante: “Dispongo en alquiler esposa de 32 años, caucásica”, “Alquilo hermano mayor por día”, “Compro padre en buen estado, no más de cincuenta años”.
Lo de siempre, nada nuevo. Cerré el diario para dormir unos minutos y volver a abrirlo después de las seis, cuando estuvieran publicadas las noticias de hoy.

Continuará…

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