ANIVERSARIO EN PARIS - DÍA 10

Au revoir, París

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Carmen y Atilio Lampeduzza cumplen 25 años de casados y el sueño de Carmen fue siempre festejar sus Bodas de Plata en París, y están en el Viejo Continente, pero esta vez solos, Albina y Ramiro se quedaron en la casa de los abuelos en Buenos Aires. Hoy era el último día en París, ya preparándose para Bélgica.

Esa noche salía el tren hacia Bélgica, así que para evitar cargar con las valijas todo el último día en París, contrataron a una empresa para que pasaran a buscarlas y se las entregaran en la misma estación de tren
– ¿Vos decís que se las llevan y después nos buscan en la estación?
– Sí, Ati…
– Con todas las valijas…
– Sí, Ati…
– Así nomás, nosotros se las damos, a ellos, que no los conocemos, y ellos, que no nos conocen, después van y nos llevan las valijas a nosotros…
– Sí, Ati…
A las 8:30, puntual, llegó Ismael a buscar las valijas y Atilio no dejó de mirarlo feo hasta que se subió a la camioneta y despareció entre las calles de París.
– Atilio, ¿podés dejar de jugar a ser Ramirito?
Aún refunfuñando, se tomaron el metro 6 hasta el cementerio de Montparnasse, y con la ayuda de un plano que dan en la puerta y a fuerza de perderse por los senderos, se quedaron un rato largo saludando a Julio, para después también pasar a visitar a Sastre y Simone de Beauvoir.
– ¿Y ahora qué hacemos, gran Comandante del Sur?
– Ni idea, Atilio, y no me llames así.
– Mirá, ya sé que lo del arte no es lo mío, pero los muchachos me dijeron que si tenía tiempo tenía que conocer el Centro Pompidou…
Y hacia allá de dirigieron, pero la visita les supo a poco, tal vez porque venían del louvre, tal vez porque estaba cerrado todo un piso, de todas formas se maravillaron con los cuadros de Dalí, de Miró o Kandinsky, aunque salieron preguntándose porque no había nada de Magritte.
– ¿Quién es Magritte?
– El de la manzanita verde y el sombrero bombín.
– Ah…
Almorzaron en Le Pain Quotidiane y se tomamos el subte hacia la estación Anvers, donde se subimos al funicular hacia Sacre Coeur. Primero visitaron la iglesia Saint Pierre, que según cuenta la leyenda, fue construida por primera vez en el siglo III, después sí, recorrieron la famosa cúpula de Sacre Coeur.
Para recuperar fuerzas y buscar el espíritu de la Belle Epoque, se sentaron en un café frente a la Place du Tertre, la entrañable plaza de los pintores y merendaron un mil hojas Napoleón.
De ahí, guía en mano, fueron buscando las casas escondidas de uno de los barrios más tradicionales de París, desde el Molino de la Galette hasta la casa del hermano de Van Gogh, donde Vincent vivió alguna vez. Sin olvidar la extraña estatua de Léon Dutilleul, el pasaparedes, protagonista del cuento de Marcel Aymé pero que ya se ha convertido en una verdadera leyenda urbana.
La caminata los terminó dejando frente al Moulin Rouge, y de ahí, unos pasos más, hasta el pub O’Sullivans, donde a pesar de tener una extraña invasión de barrabravas finlandeses, pudieron disfrutar de una Guinness tirada.
Despidiéndose de París, llegaron a Gard du Nord, donde, a pesar de la creciente desconfianza de Atilio, recuperaron las valijas y puntualmente a las 20:55 salió el tren hacia Bruselas.
Allí tenían que hacer combinación con el tren a Brujas, pero no había nadie de información en esa estación desierta y con carteles en un idioma que definitivamente no entendían. Finalmente lograron comprender cuál era el andén y a duras penas subieron las valijas hasta ahí. Pero el tren no aparecía, y el horario ya se había cumplido. De repente se escuchó una voz en los parlantes, en un idioma que entendería solamente Ragnar Lothbrok, y vieron que los pocos pasajeros, que como ellos esperaban en ese andén, comenzaron a bajar rápidamente las escaleras. Y si bien no estaban en Roma, igual has como vieres, así que Atilio se calzó una valija en cada brazo y siguieron resoplando a la masa. Efectivamente, no sólo llegaba con retraso el tren, sino que lo hacía por otra plataforma. Apenas alcanzaron a subir, sin aliento y con los brazos dos centímetros más largos.
La primera impresión de los belgas definitivamente no fue la mejor, aunque es justo decir que con las horas tampoco mejoraría mucho.
Pasada la medianoche, legaron a una Brujas en silencio y desierta. Preguntaron cómo llegar caminando al hotel en un bar de la estación y los mandaron a tomar un taxi. Cuando finalmente encontraron la parada de taxis, el último los mandó al primero, y el primero les ladró preguntándoles qué querían. Definitivamente no se enamoraron de los belgas, salvo que se llamen Poirot.

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