“ARMAS PARA EL PUEBLO”

La inexistente relación entre “portar un arma” y “esquivar” la inseguridad

Por Lazarillo de Tormes

La Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos protege el derecho de los ciudadanos a poseer y portar armas de fuego, siendo este uno de los países que ofrece menos limitaciones para disponer de la, por algunos, tan ansiada “pólvora”; ese derecho, sin embargo, no es ilimitado, según lo pronunciado en más de una ocasión por la Corte Suprema del país del norte, aunque, en este contexto, ninguno de los gobiernos estatales o bien el Gobierno Federal de los Estados Unidos, pueden cohibir el derecho de sus gobernados a portar armas.
Algunos millones de kilómetros más hacia el sur, en Argentina, la portación de armas se hace más restrictiva, aunque el deseo de utilizarlas es aún mayor, acaso producto de la idiosincrasia cultural que distingue aquellas personas que buscan impartir el orden a través de la letra, y quienes fundamentan que el “statu quo” debe defenderse a través de “apretar el gatillo”.
El lunes por la noche, una menor de 14 años que “jugaba” con una escopeta presuntamente en desuso, se disparó accidentalmente en la cara, mientras se encontraba en presencia de sus hermanos; el hecho ha vuelto a replantear la responsabilidad del ciudadano común que tiene, en su propiedad, armas de menor o mayor calibre, así como también la necesidad que gran parte de la sociedad manifiesta de sentirse protegida al tener un arma en su casa.

Armas de fuego, vidas perdidas

Según el informe “Estadísticas Vitales 2015”, elaborado por el Ministerio de Salud de la Nación, durante ese año se produjeron, en total, unas 2.733 muertes por armas de fuego, siendo 605 en carácter de “suicidio”, 1.322 por “agresión”, 768 por causas “no determinadas” y unas 38 por causas “no intencionales”.
Por otra parte, la Agencia Nacional de Materiales Controlados (ANMaC) arrojó, en 2016, un dato preocupante: en Argentina, hasta entonces, había unos 2 millones de armas “dentro de las casas”, es decir, como propiedad de civiles, apuntando a una cifra similar en cuanto al mercado negro y las armas en circulación “en la calle”.
En este contexto, el desarme promovido desde distintas instituciones, entre ellas la Red Nacional para el Desarme (RAD) generó la destrucción de unas 300 mil armas, aunque entre 1992 y 2002, solamente fueron “desguazadas” unas 40 mil.
Actualmente, el Banco de Materiales Controlados (Banmac) tiene una capacidad tan solo para 100 mil armas, además de pirotecnia y municiones.

Fuego cruzado

Actualmente, el Programa Nacional Contra el Desarme o “Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego” busca “reducir el circulante de armas en la sociedad mediante la entrega anónima de armas de fuego y municiones a cambio de un incentivo económico”, según indica la ANMaC en su página web, agregando que “las armas recibidas son inutilizadas en forma inmediata en presencia de la persona que realiza la entrega, y luego son destruidas en un horno de alta temperatura”.
La dinámica consiste en llevar el arma a un centro de recepción; luego, el operador confirma que la misma esté descargada, la identifica y realiza un registro fotográfico; se labra un acta electrónica que asigna el incentivo económico, luego el sistema asigna un código que asocia arma, acta e incentivo, y seguidamente, el arma es inutilizada empleando una prensa hidráulica. Finalmente, se hace entrega del acta y el cupón de pago, que se puede cobrar en centros de pago habilitados.
Sin embargo, desde organismos como la RAD aseguran que dicho programa se encuentra paralizado y que ya hace más de un año del vencimiento de la última prórroga para implementarlo. “El Congreso demoró 9 meses en sancionar la Ley que estableció su prórroga hasta diciembre del 2017, mientras que el Ejecutivo se tomó casi un mes para promulgarla y, finalmente, la ANMaC lleva más de 6 meses sin implementarla”, afirmaban desde la ONG en marzo de este año, y, hasta entonces, no ha ocurrido mucho más.

Con la misma piedra

Dicha información confluye en una necesaria reflexión respecto de los motivos por los que tantos ciudadanos ligan, de manera estrecha, el concepto de seguridad con el de portar un arma de fuego, o bien tenerla, a resguardo, en su domicilio; la paradoja se asemejaría, sin ir más lejos, en quienes entienden que la presencia de más cantidad de efectivos policiales en las calles reducirá los índices de seguridad, teniendo en cuenta que el incremento en el personal policial, normalmente y en cualquier país del mundo, responde a una necesidad ante los crecientes índices delictivos.
De este modo, en muchas ocasiones la tenencia de armas por parte de civiles ha producido más sinsabores y tragedias, que ocasiones en las que un individuo ha logrado defenderse, efectivamente, de delincuentes empleando el uso de la pólvora, con las consecuencias y el trajín legal que ello implica, incluso cuando se actuó en defensa propia. La construcción de dicho concepto, tal vez heredado de algún país vecino, establece una relación directa entre tener un arma y sentirse protegido, pero lo cierto es que, a fin de cuentas, la seguridad es materia de políticas públicas tales como la educación, la concientización y la reinserción, y no, como quien dice, de “quién dispara primero”. Ya lo decía en su letra René de Chateaubriand: “Nuestras ilusiones no tienen límites; probamos mil veces la amargura del cáliz y, sin embargo, volvemos a arrimar nuestros labios a su borde”, acaso una definición de nuestros tiempos, aplicable tanto a la tenencia y el uso de armas, como así también al pensamiento colectivo que opera, día a día, en la dinámica de los pueblos, que continúan buscando protección del “fuego”, echando más leña al fuego.

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