Página de cuento 661

Exámen

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

La habitación en donde me encontraba al despertar era blanca, con ventanas ciegas tapadas con cortinas negras. Cuatro fuertes luces fluorescentes iluminaban el cuarto. La puerta estaba cerrada, una placa de fórmica blanca tan fría como las paredes y las luces.
No se veía nada afuera. Tras los cortinados asomaban unos pequeños puntos luminosos, muy tenues, simétricamente distribuidos en una línea casi recta. El silencio era casi absoluto, salvo por un tenue murmullo exterior que no podía determinar, y el repiqueteo de unos dedos sobre un pupitre.
Tras la puerta, en el interior del edificio, se oían zapatos golpeando las baldosas, en una cadencia lenta, como si fueran autómatas extenuados caminando en una procesión en honor a un dios oscuro. Eran como lamentos, como si cantaran una canción fúnebre sin letra ni melodía.
La puerta tenía un tragaluz en la parte superior, a través se podían ver unas cañerías exteriores que colgaban del techo, caños que iban y venían en una distribución en ocasiones diabólicas, laberínticas, sólo para que el sentimiento de opresión se multiplicara hasta límites exasperantes.
A mi lado, al costado de la mesa en la que había apoyado mi cabeza, un tarro de basura vacío me observaba con una mirada lánguida, como reclamando que lo alimente con algún papel inservible, o una envoltura de algún producto de consumo furtivo. Vi que a su lado yacía una mochila muy similar a la que yo mismo utilizaba en tiempos mejores, la abrí, saqué unos papeles, encontré uno que decía, a manera de título, “Resolución Número 24/14”, era un alimento ideal para el tacho, lo abollé y se lo tiré. Lo tragó directamente, sin masticarlo siquiera, sin apenas saborearla, y se quedó con la boca abierta, pidiendo más.
En medio de todo este ensueño, parecía escuchar voces lejanas provenientes de algunos lugares del cuarto que, de tan iluminado, parecía aún más oscuro. Me concentré en aquellos sonidos. “Diagrama de clases…” , “Diagrama de actividades…”, “Diagrama de estados…”. Eran como preguntas, como mensajes tirados al mar en una botella. Todo retumbaba, hasta el andar de una araña insignificante que se escondía detrás de una tabla verde y sucia en la pared.
Y las luces, hirientes, golpeando la sien, y el ruido sordo de unos lápices patinando sobre papeles ajados.
Por fin, abrí los ojos.
Miré alrededor, Unos bancos apilados en una esquina, papeles en el piso, y un montón de gente, todos sentados, todos iguales, todos reclinados hacia sus pupitres, cumpliendo las consignas de un ritual arcaico pero nunca olvidado, que se reproduce una y otra vez al pasar de las generaciones.
Respiración profunda, mirada hacia la nada, pensamientos que derivan en una playa del atardecer, tomando un trago frutal y alcohólico mientras un coro de mariachis canta.
El claustro.
Claustro, qué palabra horrorosa y terrorífica. Las antiguas salas de torturas medievales eran claustros, las catacumbas donde se encerraban a los esclavos rebeldes en la antigua Roma, también eran claustros. El viejo sótano de un convento, donde se realizaban extraños experimentos con animales y gente viva, era un claustro.
Desde afuera entraba una corriente de aire con olor a nada. Los aromas del invierno, sus resabios fríos de plantas antes florecidas, sus perfumes de mujeres con abrigos que caminan por la calle, todo eso se neutraliza al entrar al claustro, donde no hay olor a nada, salvo una sensación de desolación total, de vientos fríos lapidarios que soplan sin compasión.
Suena un timbre. Sin pensar nada en absoluto, conducido por un mandato inercial, digo: ”bueno, entreguen las hojas”.
Todo termina allí, pero todo volverá a comenzar pronto, para siempre.

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