UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Otra noche de insomnio

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Hace unos seis meses se mudó al barrio un vecino nuevo. A una casa de distancia, apenas lo vimos.
No es como antes, que nos conocíamos todos, o por lo menos casi todos. Hoy se va una familia de un duplex y entra otra y nadie se inmuta ni hace alharaca sobre eso. Las recepciones o despedidas sólo viven en los programas de televisión o en los recuerdos de los más memoriosos.
El caso es que se fue una familia y llegó otra a nuestro barrio, nada que destacar. Ni siquiera vimos llegar el camión de mudanza, un día pasamos y notamos luz donde hasta hacía unos días todo estaba apagado. Otro día vimos salir a una mujer, y otro se escuchó música hasta tarde, aunque no del todo molesta, a veces los vecinos tienen buen gusto y lo comparten.
Todo habría quedado ahí si hubiera sido sólo que se mudó una nueva familia a la cuadra, como otras tantas, como pasa cada tanto. Una nueva cara a saludar de lejos cuando nos cruzamos estacionando el coche o yendo a la panadería los domingos. Que en eso han terminado las relaciones vecinales, a menos que nos tengamos que agarrar a los gritos por una medianera o por un quítame allá esas pajas, que también es posible, de hecho más posible que un brindis de Navidad. Pero, desafortunadamente, estos nuevos vecinos no se quedaron en ese anonimato cordial del saludo dominical mientras regamos las plantas. Un día, vaya uno a saber cómo, porqué o cuándo, se agenciaron de un perro.
Pero no cualquier perro, no, un perro salchicha.
Este es el momento de aclarar que me encantan los perros, soy de esos que cuando estoy caminando por una calle y me cruzo con un cuzco, lo saludo en voz alta, o me cuelgo acariciando a un pichicho ajeno ante la mirada admonitoria de su dueña empresaria y apurada. Que he tenido perros en mi vida desde que tengo memoria y que, si me apuran, he llorado más la partida de un compañero canino que de algún que otro familiar. Pero con los salchichas es otro tema, que me perdone Peter, aunque nobleza obliga su Tyrion es un caso aparte. Con los salchichas no hay onda, son bichos que alguien decidió llamar perros, pero no son perros, son una mezcla rara de pelos, músculos y mala onda. Conocía, hace muchos años, una amiga que tenía un salchicha, la única forma de bancarse a ese animal era emborracharlo con bourbon escondiendo un vaso detrás del sillón del living. Son tipos insoportables, la mayoría de las veces, el resto son intragables.
La cosa es que esta familia, nueva del barrio, sin presentarse ni hacerse conocer de otras formas, un día trajo a la cuadra a un salchicha. El tema no pasaría de un comentario en Facebook si no fuera que el bicho ese no habita los interiores de la casa, por algún motivo que desconocemos, aunque tengo la ferviente intuición que se trata de su caracter intratable y la rotura consuetudinaria de zapatillas y alpargatas, sino que vive en los metros cuadrados al descubierto de la propiedad. Pocas veces en el patiecito del frente, casi todo el día y gran parte de la noche en el patiecito de atrás.
Pobre bicho pensará cualquiera, no es vida eso de andar todo el tiempo en solitario husmeando las baldosas millones de veces husmeadas antes y sin sorpresa esperable. La verdad que sí, como les decía, soy más de solidarizarme con un paticorto que con un, pongamos, hermano uruguayo en problemas. El problema es que esa situación, que patentemente es una injusticia para el pobre can, se ha transformado en una verdadera tortura para toda la cuadra, me animaría a decir para todo el barrio.
No voy a afirmar ahora que nuestra cuadra era, hasta la llegada de esta familia y el consecuente arribo del salchicha, la mar de la tranquilidad y el paraíso en la Tierra, pero puedo asegurarles que no era el suplicio en que hoy se ha convertido. Porque el chucho este, como decía, nunca estuvo conforme, ¿quién lo estaría?, con su destino de perro de exteriores, y así comenzó a hacérselo saber a todo el mundo. Comenzó con pequeños lamentos seguidos de ladridos cortos, acompañados ocasionalmente por aullidos experimentales. Y así siguió. Primero por algunos días, luego por varias semanas y ya se ha transformado en un continuo y perenne concierto de llantos en escala auditiva quirúrgica, logrando clímax de notable penetración auditiva que nos acompaña desde hace ya meses.
Este domingo, volviendo casualmente de la panadería, lo vi al salchicha en cuestión, maravillosamente en silencio, en el patio delantero, acompañado por este vecino nuevo. Me fui acercando tratando de contener una catarata de improperios con un estacionamiento de no sé cuántas noches en vela mientras que el susodicho, el vecino, no el perro, me miraba y empezaba a sonreír esbozando un primer saludo de compromiso comunal. No le di tiempo, le pregunté, tontamente, si ese era su perro. Ante la respuesta previsible y positiva, volví al ataque consultándole si estaba al tanto que el mismo era una fuente inagotable de aullidos tanto diurnos como nocturnos. A esta altura no sé bien cuál era mi intención, si buscar una verdadera solución o descargar las consecuencias del insomnio prolongado. Es que tal vez realmente no lo supiera, no conociera qué efectos nocivos a la salud pública estaba generando su mascota, y de repente encontráramos juntos la respuesta a dicha contaminación auditiva logrando de esa manera recuperar la paz perdida. Me respondió, sin deshacer su sonrisa, que sí, que no sabía qué hacer, que si lo dejaba adelante lloraba y que si lo dejaba atrás, lloraba también.
Me fui cabizbajo, no le pregunté si no se le había ocurrido dejarlo adentro, porque esa era, naturalmente, la opción reveladora, pero que voluntariamente estaba visto, evadía. Lo saludé con un monosílabo apenas balbuceado, mientras el salchicha me miraba entre las rejas, tal vez sabedor que esa noche, no dentro de muchas horas, volvería a ser mi compañía.
Hoy escribo estas líneas mientras el maldito energúmeno sigue aullando, reclamando vaya uno a saber qué desde su encierro en el patio trasero, mientras yo no duermo, pergeñando mil venganzas contra este mundo injusto.

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