ANIVERSARIO EN PARIS - DÍA 02

Las Catacumbas de París

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Carmen y Atilio Lampeduzza cumplen 25 años de casados y el sueño de Carmen fue siempre festejar sus Bodas de Plata en París, así que rompieron el chanchito, el caballito y todos los animalitos posibles de todas las cuentas de ahorro y tarjetas de crédito y salieron nuevamente para el Viejo Continente, pero esta vez solos, Albina y Ramiro quedarían en la casa de los abuelos en Buenos Aires. Dos semanas en pareja de celebración, no lo olvidarían nunca, ni ellos, ni los abuelos, ni varias personas desconocidas involucradas involuntariamente en tamaño desatino.

El sábado salieron de Aeroparque, los fueron a despedir Albina, Ramiro y los abuelos, todos.
Cuando subieron al avión, Atilio se puso los auriculares y empezó a revisar en la pantallita del asiento delantero las películas que la aerolínea ofrecía para todo el viaje.
– Mirá, Carmen, esta no la vimos, esta tampoco, ¡y esta!
– Atilio, no vamos al cine desde hace seis años, ¿qué esperabas?
– No sé vos, pero yo voy a aprovechar y me voy a poner al día gratarola.
Llegaron a San Pablo para hacer el transbordo al vuelo hacia París. Como era de esperar, salvo para correr por los pasillos de Guarulhos hasta el otro avión que los cruzaría el Atlántico, Atilio durmió todo el trayecto hasta el aeropuerto De Gaulle.
Ni bien bajaron, Carmen desempolvó todos los años que había pasado en la Alianza Francesa y en menos de media hora ya estaban tomando el tren hacia el centro de la ciudad. En la estación Denfert-Rochereau combinaron con la línea 6 del Metro y se bajaron a media cuadra del departamento donde los estaba esperando Pierre Luc con las llaves.
Mientras entraban al edificio, Atilio le preguntó a su esposa: “¿De dónde conocés a este tipo?
– No lo conozco, Atilio, es el dueño del departamento que alquilamos por internet…
Pero hasta que Pierre Luc no se fue, Atilio lo estuvo mirando con mala cara.
Dejaron las valijas y de nuevo al Metro, con el mismo 6 viajaron hasta la estación Denfert-Rochereau para conocer las Catacumbas de París.
Pero llegaron hasta la puerta y se encontramos una cola kilométrica que daba la vuelta a toda la plaza casi hasta el otro lado.
– Esto es una locura, Carmen, acabamos de llegar a París, ¿en serio nos vamos a clavar en esta cola?
– Vos aceptaste conocer las Catacumbas, Atilio -le recriminó Carmen.
– Sí, pero vivo. ¿Me recordás cómo me convenciste de venir?
– Ya te lo conté, Atilio, las Catacumbas no son un monumento histórico específicamente, sino que son túneles que se hicieron en la época romana para extraer piedra caliza y así quedaron. Pero a fines del siglo dieciocho, tratando de parar las epidemias que asolaban a París, decidieron mudar los huesos de varios cementerios acá. Entonces, de los 300 kilómetros de catacumbas que hay excavados, usaron una pequeña parte y con miles y miles de tibias y cráneos los decoraron artísticamente.
– ¿Miles de huesos clavados en las paredes de túneles oscuros excavados por los romanos?
– Sí, Atilio.
– Aguantemos un rato.
Mientras discutían se les acercó uno de los guardias del lugar y les dijo que era difícil, pero no imposible que, estando a esa altura de la fila, pudieran entrar antes que cerraran la admisión. Hecho que no ayudó mucho a la paz espiritual del matrimonio Lampeduzza, a decir verdad, la suave llovizna que comenzó a caer, tampoco.
Pero cuando, a pesar de la promesa del truculento espectáculo subterráneo estaban a punto de abandonar la espera, vieron pasar a una adolescente portando un café humeante en la mano y un macarron en la otra.
– ¡Yo quiero un café!
– ¡Yo quiero un macarron!
– ¿Qué belines es un matarrón?
– Macarron, Atilio, una especie de alfajor de merengue.
– Ah, entonces yo también quiero uno de esos, con café.
– Deben vender acá cerca…
Así que al final se quedaron en la fila, luego de atacar un local de Paul, con dos cafés y dos macarrons.
– Mirá, Ati, me parece que hay ardillas en ese árbol…
La fila rodeaba una pequeña plaza junto al acceso a las Catacumbas. Con césped recién cortado y varias plantas y algunos árboles. Atilio se dio vuelta y miró entre las hojas. Efectivamente había una rama que se movía, y algo saltó hacia una de las plantas.
Carmen se cansó de esperar y siguió mirando maravillada el tránsito parisino. Pero Atilio no estaba tan seguro y siguió atento a las plantas, al rato la espera dio resultado.
– ¡No eran ardillas! ¡Son ratas tamaño baño!
Y así comenzó el viaje de aniversario de los Lampeduzza, con Atilio haciendo la cola junto a la pequeña reja que lo separaba del parque infestado de ratas francesas y Carmen mirándolo desde lejos, cómodamente sentada en un banco.
Dos horas más tarde recorrieron las Catacumbas, se maravillaron con algunos pasajes, sacaron mil macabras fotos, compraron chucherías en el shop ad hoc y salieron a la noche, que los recibió con toda la magia de las luces parisinas.
De la mano volvieron caminando por Montparnasse hasta el departamento, donde cayeron rendidos a dormir. Pero antes, Carmen se asomó al balcón de la buhardilla, desde donde se veía, magnífica, la torre Eiffel.
– Feliz aniversario, mi amor.
Pero Atilio, con una sonrisa, ya roncaba suavemente.

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