Página de cuento 646

Cuentos de amor – Letra de mujer 3

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

…era evidente, esto no era Nueva York. Me acomodé el sombrero con la punta de los dedos y aflojé un poco el cinto de tela que sostenía mi sobretodo a la cintura. Había salido el sol, pero unas densas nubes cercanas amenazan con ocultarlo otra vez. Una llovizna fina comenzó a golpear a los cristales del colectivo, mientras el sol aún sostenía una luminosidad pobre sobre el asfalto. Como por inercia, mientras esperaba que el colectivero finalizara sus insultos y el pordiosero retirara el carro de la mitad de la calle, retomé la lectura del novelón. Con aburrimiento, abrí en cualquier página posterior a la que había dejado.

‘…Es tan hermosa… Pensó Cleptus, mientras esperaba agazapado tras un puesto ambulante de hot-dogs a que Casiopea saliera del edificio de oficinas. “Seguramente estará escribiendo algo para alguien. Seguramente, está haciendo el amor ahora mismo”. Era el momento ideal para asestar el golpe. Ya era casi el mediodía y estaba nublado, demasiado oscuro para esas horas del día.
Casiopea era realmente hermosa. No se preocupaba demasiado en exagerar el maquillaje y usaba apenas muy pocas sombras y rouge, y su pelo rubio suelto le daba una apariencia salvaje y exótica que enamoraba a primera vista.
«Pero ya está decidido, voy a terminar con ella». Para disimular su permanencia allí, Cleptus pidió un hot-dog con ketchup y una bolsa de patatas fritas. A lo lejos, grandes torres de oficinas asomaban sus vértices por sobre las nubes…

El colectivo llegó al cruce de Roca y Gales y detuvo su marcha. El aire de mar frío se percibía ya desde dentro del vehículo y persistía la llovizna.
Había llegado. Me puse de pie, guardé el libro en mi bolsillo, me subí el cuello del sobretodo y bajé del colectivo. Caminé unos pasos hacia la rambla. No había nadie alrededor. El viento había volteado una sombrilla olvidada en el negocio de venta de helados. Era casi primavera, pero aún estaba fresco. De repente, sentí los gritos de una mujer, provenientes desde algún punto más allá de un kiosco de revistas. Instintivamente aceleré el paso y ajusté el sombrero a mi cabeza. Enfrente, por la playa, me pareció ver al Corto Maltés preparando las sogas de una barcaza. Me saludó imperceptiblemente, como siempre lo hace. A lo lejos, unos buzos ultimaban los detalles para hacer una inmersión, seguramente sería un escuadrón de Cipol en una misión secreta. Pero no les presté atención, corrí más hasta llegar al lugar de los gritos. Un hombre estaba atacando a una mujer que se resistía pero a pesar de ello, el muchacho parecía vencerla en fuerza y la golpeaba. No lo pensé ni un segundo y me abalancé sobre el delincuente. Lo tomé de los hombros, lo hice girar 180 grados y le asesté un uppercut directo a la mandíbula. El muchacho (no tendría más de 17 años) cayó rodando al suelo y se puso de pie de inmediato. Su rostro reflejaba solamente miedo y desesperación. «No me pegue señor, ya me voy» me dijo suplicando. Corrió como un desesperado hasta desaparecer en la siguiente esquina. La mujer, aún shockeada por la situación, se acomodó el pelo y me miró. No era bellísima, aún muchos quizá podrían haberla considerado fea, pero a mi me pareció encontrar en sus rasgos una belleza más allá de la física, se trataba de una belleza, cómo decir, casi literaria. sus pómulos eran cuentos y sus ojos una gran aventura. Llevaba la belleza de la mujer casi sometida y rescatada al mismo tiempo. «Gracias, usted me salvó» me dijo con un hilo ínfimo de voz pero no sin seguridad. «No fue nada, preciosa. Permítame que la acompañe».
La tomé del brazo y salimos a la calle una vez más. Ella recostó su cabeza contra mi brazo derecho mientras caminábamos. «Ven. Tomemos un café y hablemos» le dije señalando una cafetería cercana. «Bueno, como tú digas. Me llamo Miriam, Miriam Ramírez, ¿y tú?». «Carlos», le dije, «Carlos Tomassi» y me acomodé el sombrero una vez más.
Un par de días después, recuerdo que me desperté una mañana y Miriam había preparado café y tostadas. Ella no estaba, había salido temprano. En soledad, recordé que con los acontecimientos de aquel día había omitido leer el final de aquel absurdo libro de amor, que había quedado guardado aún en el bolsillo del sobretodo, y decidí terminar con él. Lo abrí directamente en la última página.

… Casiopea, la rubia platinada, quedó aturdida y no podía hablar del pánico. Cerca, yacía Cleptus en un charco de sangre, sosteniendo un papel ajado y ensangrentado en una de sus manos inertes. La mujer era sostenida por su salvador, su héroe, quien había acabado con Cleptus sin soltar el cigarrillo de su boca ni perder el sombrero. «Gracias» dijo la rubia, «usted me salvó, ¿cómo se llama?». «Tracy, preciosa, Dick Tracy» dijo el galán y sin darle tiempo a reaccionar le dio un beso furtivo a la mujer que seguía deslumbrada y con los labios entreabiertos…

Cerré el libro. Era un novelón absurdo. Antes del final decidí que yo estaba para otras lecturas, no para estas obras melosas y sin contenido. Me levanté y vi en la mesada de la cocina un papel dejado por Miriam: “Querido Carlos, vuelvo a las 8. Esperame. Un beso. Miriam”. Leí y releí el mensaje, analicé cada trazo. No, esa no era la letra de Casiopea.
Entonces, dejé el papel y me fui a dar un baño, como todas las mañanas.

FIN

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