Página de cuento 643

Verano 5

Por Carlos Alberto Nacher
cnacher1@hotmail.com

Más allá, el Indio parado en la cresta de la punta de las cuevas, mira a todos en silencio. Parece que fuera una estatua en homenaje al poblador aborigen, pero me da la sensación de que está vivo; lo creo desde cuando lo vi bajar la mano con la que sostiene el arco para rascarse la rodilla.
No quiere opinar. No le interesa. No es problema de él. Y no se mete en temas ajenos. Es una persona respetuosa de los demás y de los derechos de todos los ciudadanos, tanto de paso como ya pasados, ya sea en plan de turismo, como aquellos que no tienen ningún plan para la vida.

… Estoy leyendo un libro mágico, parece que las palabras no fueran simplemente trazos negros ordenados sobre el papel blanco, respetando algunas leyes sintácticas y semánticas de origen hispano, sino que además se movieran y esos trazos cambiaran de lugar. Me doy cuenta porque cuando miro las hojas a contraluz y en un ángulo de aproximadamente 35 grados respecto del globo ocular y la línea del horizonte, las letras se avivan que las estoy mirando y entonces para disimular se quedan quietas, pero basta que les saque por un instante el ojo de encima para que se reacomoden a su gusto. El viento, que ahora parece que es algo más que una leve brisa vespertina, sopla entre las hojas y las palabras, trashumantes, se agarran fuerte del papel para no salir volando hacia cualquier parte, hacia lugares donde no serán leídas por nadie, y esto es lo peor para las palabras escritas, exhibicionistas a ultranza que no pueden soportar existir sin que alguien las mire.

La playa, recién teñida de piel naranja, de bikinis, de baldes de plástico y tejos, se va adesertando, como es su estado natural. Se desertifica. La rubia de bikini rojo cavado, que está acá cerca, que tiene un lunar en el omóplato derecho y las uñas de los pies pintadas de blanco, menos la del dedo meñique del lado homónimo y que hace creo que alrededor de 76 horas que la estoy mirando de soslayo, se puso los lentes negros (hay mucho sol en estas noches patagónicas que se avecinan), se ató una especie de manta con flecos alrededor de sus curvosas caderas curvilíneas, se calzó un sombrero de paja, se puso unas sandalias con tacos, agarró el bolso con el teléfono celular, el bronceador, el encendedor, el espejito, la agenda y se fue.

El viento desprende el salitre de las crestas de las olas ondeantes, ondulantes, ondulescentes, ondas hondas en el muelle, pero no tanto en la playa. El salitre, que tiene gusto salado y blanquea las piernas expuestas a los rayos de Febo o de Ra según sea la creencia, forma halos iridiscentes que se difuminan, se esfuman en el aire fresco acaso, del ocaso.

Un ecológico carozo de durazno yace semienterrado en la arena estéril, donde nunca crecerá. Está condenado a no ser nunca un árbol de duraznos, ni siquiera un árbol de carozos, apenas será un carozo desduraznado. Para mantener la limpieza en la playa, me levanto, me acerco a él, lo piso, lo amaso, lo elevo con la punta del pie, hago jueguito, tres, cuatro, quince veces sin que se me caiga, lo toco de taquito colocándolo a la altura de la rodilla, de la izquierda lo paso a la derecha y viceversa, eludo limpiamente a una señora mayor que viene cargada con sombrilla, reposera y bolso (oleee!), lo levanto más, lo cabeceo una, dos, tres veces, hombrito, pechito, taquito, le aplico una media chilena por encima de mi cabeza, giro sobre el pie de apoyo, lo soslayo, lo trashumo, lo acomodo para la derecha y remato con tres dedos colocándolo de emboquillada certeramente en el tacho de basura ubicado a unos quince metros de mi posición. Luego de esta proeza futbolística, el ego me obliga a mirar alrededor para verificar si las personas cercanas me estaban observando obnubiladas (sobre todo la rubia). Pero no, nadie.

La noche espera, paciente, su momento. Se iluminan los primeros carteles luminosos en la Roca. Lentamente me pongo las ojotas estándar adquiridas en buena ley en un todo por dos pesos, exactamente en ese valor, y me las tomo. Llego al cordón de la vereda de la intersección de Roca y Sáenz Peña, y me detiene la terrible amenaza de una gigantesca víbora mutante de tres ojos en línea y un siniestro brazo amenazante. Parece no quitarme la vista de encima, como si fuera un semáforo. Voy cruzando lentamente pero a paso vivo, sin mirarla y haciéndome el distraído y sin respirar hasta quedar a salvo. Creo que no me vio. Hasta aquí llega el aroma a pizzas nuevas de la esquina. También hay ruido de botellas de Quilmes que se chocan contra los vasos.

El libro, recientemente servible, ahora no sirve para nada en esta semioscuridad, esta penumbra de la unión playa ciudad. Es un peso muerto, un lastre, una cosa sin sentido. Unos metros más adelante, al cruzar la Roca, la luz de mercurio de la calle lo ilumina. Ahora sirve.

Luego, qué nos queda por hacer, más que seguir viendo al mar de lejos, con su cadencia bolerística hamacando peces y columpiando veleros, la marea va subiendo para cicatrizar a la arena de la playa, herida por mil sombrillas de mástiles filosos.

FIN

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