COLUMNA DE MIÉRCOLES

Te lo juro por Dios

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Santiago salía todas las tardes, después del colegio, a jugar con los chicos al futbol a la canchita que el muncipio había hecho en el playón de cemento de la plaza. Cuando la habían inaugurado tenía un cerco nuevito y brillante que la rodeaba y la pelota no se iba cuando el patadura del Cabeza la mandaba a cualquier lado. También tenía dos arcos blancos con las puntas rojas, más blancos que la pollera de mamá los domingos, y con una red nuevita, como la de los estadios de primera, que se inflaba cuando Santiago tenía la suerte de embocarla, se inflaba tanto como su corazón cuando eso pasaba. Y la cancha estaba marcadita, con todas las rayas reglamentarias, hasta el punto de penal tenía.
Pero eso fue cuando vino el Intendente a inaugurarla. Hace una pila de meses. Primero alguien hizo un agujerito en el enrejado, atrás de un arco, para ir a buscar la pelota cuando pateaban muy lejos y pasaba por arriba y así no tener que dar toda la vuelta hasta la puerta. Después alguien hizo otro agujero atrás del otro arco. Y así se fue desgajando la cerca, hasta que alguien habrá pensado que era un peligro tanto alambre suelto y se la llevó toda una noche, hasta los palitos que la sujetaban. La red de los arcos hacía rato que no estaba. Y las rayas, bueno, las rayas se las habían llevado todas las zapatillas de mil partidos.
Pero a Santiago igual le encantaba jugar en esa canchita, era su canchita, su propia Bombonera.
Esa tarde llegó, como todas las tardes, y se encontró a sus amigos desorientados, mirando cómo unos tipos estaban pateando una pelota en su canchita. El Cabeza estaba sentado con las rodillas abrazadas mientras miraba a un par de hormigas que llevaban una hojita. Pablo y Jeremías se peleaban por un papel y Betito, con los brazos en jarras, vigilaba a los invasores con una mirada de odio lamentable.
Fue a hablar con Betito.
– ¿Qué pasa?
– ¿No ves que pasa? Nos cagaron la cancha.
– Pero, ¿ustedes no le dijeron nada?
– ¿Qué querés que le digamos? ¿Acaso vos tenés un turno reservado, bobo?
– No, bueno, pero nosotros siempre jugamos ahí…
Beto no contestó. Pablo y Jeremías dejaron de pelear y se acercaron a Santiago. El Cabeza lo miró desde abajo y dijo: «No se van a ir en toda la tarde, mejor vamos a jugar a otro lado».
– ¿A dónde querés ir a jugar, bobo?, si encima se fueron todos, somos cinco nada más…
– Y Rodrigo se llevó la pelota -completó Jeremías, mientras se guardaba el papel en el bolsillo de atrás.
– Podemos ir al campito… -dijo el Cabeza desde el piso.
– Mi mamá me tiene prohibido ir al campito.
– Mi papá también -agregó Pablo.
Un rato después estaban corriendo entre las matas del campito, eran un grupo comando escondiéndose de un pelotón de alienígenas invasores. Tirados detrás de un molle, los cinco miraban el horizonte.
– Hay que pasar esa zanja para sorprenderlos -dijo el Cabeza, que comandaba el grupo de elite.
– Yo no voy, está llena de vidrios rotos y basura -negó Jeremías.
– Yo ni en pedo, tengo el equipo de gimnasia del colegio -dijo Santiago acostado sobre la greda.
– ¡Son todos unos cagones! -los retó el Cabeza y mientras se levantaba de un salto gritó: «¡Jerónimo!» y se lanzó a la carrera hacia la zanja.
Saltó, trastabilló, se tropezó con un alambre y cayó aparatosamente sobre los vidrios rotos. Los cuatro no escucharon ni un gemido, el Cabeza no lloró, el silencio se hizo carne, se hizo estepa.
Santiago se levantó y miró como la brisa movía el pañuelo que se le había soltado de la frente al Cabeza.
Volvieron casi sin mirarse, en la cancha seguían jugando los invasores, pero ya no parecían tan grandes como a la tarde.
Cuando unos días después le preguntaron a Santiago si sabía algo de Mariano no entendió de qué hablaba su madre. Ese chico que jugaba con vos a la pelota, creo que le decían Cabeza, le respondió su mamá y notó en su voz un temblor mal escondido. Santiago la miró desde abajo y le contestó que hacía unos días que no iba a jugar. Pero no sabés nada de él, le volvió a preguntar su mamá, con el diario en la mano y ya sin poder ocultar la angustia. No, mamá, te lo juro por Dios.

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