Página de cuento 626

Ser poeta

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

La profesión del poeta es muy difícil, muy trabajosa, muy comprometida. Incluso es casi imposible de explicar, porque es todo y nada. Es como el universo, que es el todo y la nada al mismo tiempo.
Requiere un compromiso de por vida con los árboles, la tierra, la mujer, el mar, la nostalgia, la angustia, la risa, el llanto. Y dura todo el tiempo, todo el día y toda la noche.
Pero lo que sí es imposible, es organizar un programa de estudios para estudiar, digamos, una licenciatura, o un doctorado en poesía.
Por eso que, para tratar de explicarlo, nada mejor que un ejemplo:
Viví mi infancia y adolescencia en el barrio de Caseros, en los suburbios del oeste de Buenos Aires. Un barrio de casitas bajas y clase media de similar altura.
La calle La Merced estaba asfaltada, pero Lamadrid y Perú aún eran de tierra, una tierra barrosa, ideal para jugar a la pelota todas las tardes con los amigos de la cuadra, aunque lloviznara.
A veces, cuando llegaba la nochecita, y antes de la cena, jugábamos a la escondida con las niñas del barrio, entre las que estaba, casi siempre, la Rosita, de quien no podía despegarme nunca, ni siquiera el pique de una pelota de goma lograba alejarme más de dos pasos de ella.
En aquella primavera yo tenía doce años, Era un anochecer lento y fresco de domingo, y mientras se encendían los primeros faroles de la calle, nos pusimos a jugar.
Le tocaba contar a Satanás hasta 50 y luego decir “punto y coma, el que no se escondió se embroma”. Satanás, en realidad se llamaba Ricardo, pero muy pocos lo sabían. En el barrio, para casi todos era Satanás, salvo para los amigos, que le decíamos Sata. Aquel domingo estábamos Walter, Mingo, Mónica, Claudia, Satanás, Rosita y yo.
Satanás comenzó a contar y todos salimos disparados hacia los cuatro puntos cardinales. Como siempre, yo salí corriendo atrás de La Rosita. Tenía unas trenzas inolvidables. Y unos ojos verdes que alumbraban todo. Nos fuimos corriendo hasta la otra cuadra, y llegamos al portón oxidado de la verdulería de Don Pablo, un italiano que nunca jamás iba a aprender el español. El negocio estaba cerrado, era domingo, pero en la vereda se acumulaban pilas de cajones vacíos de manzanas.
Entre varios montones de cajones nos escondimos, La Rosita y yo, uno parado al lado del otro, en silencio, y mientras Satanás libraba a Claudia y a Mónica, yo me le iba acercando de a poco.
En la esquina, unos perros le ladraban a una motoneta que pasaba.
De repente, por la calle pasó Walter corriendo a toda velocidad, riendo a carcajadas y gritando “¡Piedra libre!” y en ese preciso momento a Rosita me miró, yo la agarré de la mano, y le di un beso de dos segundos.
Ni bien el beso se había terminado, la cara sucia de Satanás apareció por entre los cajones y gritó “¡Para la Rosita y el Beto que están atrás de los cajones!”
Este descubrimiento sorpresivo me obligaba a ser el próximo en contar, pero en ese momento mi madre me llamó desde la puerta de mi casa para ir a comer. Ya se olía de lejos un estofado maravilloso.
Aquella noche calurosa de primavera me fui a dormir tan pero tan feliz que, sin escribir una sola línea, me convertí en poeta.
………
Por eso es que no existe una universidad de poesía, porque aquel poeta que aceptara un diploma de una institución semejante, inmediatamente dejaría de serlo.
Y aún más, si a algún profesor empedernido se le ocurriera realizar una evaluación de poesía, el poeta estaría obligado a desaprobarla.
El poeta tampoco podría cobrar por serlo, sin dejar de serlo.
Sin embargo, la paga del poeta es mucho mayor que el dinero o un título para poner antes del nombre. Es un premio que se gana después de morir, y es el no morir. Es un premio eterno, como el beso que le di a La Rosita.

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