Página de cuento 627

El vuelo – Un cuento aéreo – Parte 1

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com

No recuerdo en que año lo conocí a Pedro. Pero creo que muchos, ya que me recuerdo bastante joven en aquellos tiempos. Pedro usaba siempre un viejo gorro de aviador, con antiparras incluida, y en muchas oportunidades cargaba, en una mochila, un soplete de soldador. Nunca le pregunté ni pude determinar su edad, pero por su apariencia rondaría los treinta años.
Tenía una campera de cuero gris, gastada, que usaba tanto en invierno como en verano. Caminaba un poco encorvado hacia adelante y daba pasos cortos y rápidos. Vivía en el Barrio Pujol, en una pieza con techo de chapa, en la planta alta de la casa de unos tíos. La pieza tenía la particularidad de que se podía acceder a ella tanto desde el interior de la casa como de una escalera de madera armada precariamente en la parte externa de la casa. Esa escalera la había construido el mismo Pedro, para tener independencia en sus constantes entradas y salidas. En la pieza había armado un pequeño taller de electrónica, sobre una mesa se amontonaban continuamente diodos, resistencias y cables, mezclados con viejas revistas Hobbie y Mecánica Popular.
Las circunstancias de nuestro encuentro fueron casuales, en absoluto previstas: una mañana de invierno, un tal Camilo me pasa a buscar para descargar un camión de ladrillos en una casa en construcción. Eran muchos, unos 10000 ladrillos, por lo que Camilo había requerido también a otros peones. Entre ellos apareció Pedro, con su gorra de aviador y una bufanda que le tapaba prácticamente todo el rostro.
El vapor se condensaba fuera de nuestras bocas, sentados en la caja de la camioneta.
«Hola, soy Pedro» me dijo ni bien se acomodó en la chapa fría del piso de la caja. «Qué tal, me llamo Sebastián», le contesté. El viaje era incómodo pero divertido. Los movimientos de la ciudad en la mañana invernal soleada nos daban motivos para conversar.
«Voy a hacerme un aeroplano» dijo Pedro sorpresivamente.
No le pregunté sobre el tema, la frase quedó allí, flotando, tan intrascendente que los demás seguimos conversando acerca de las chicas que pasaban caminando.
La mañana prosiguió sin nada interesante. Llegamos al lugar donde debíamos descargar los ladrillos y sin perder un minuto comenzamos a vaciar el camión.
Cuatro horas después, ya cerca del mediodía, habíamos finalizado. Cobramos y cada uno se fue por su lado.
Había caminado una cuadra cuando, a mis espaldas, Pedro me llama. Caminaba apurado bastante cerca de mi.
«¿Adónde vas? ¿Qué vas a hacer ahora?». «No sé» le contesté. «Creo que voy a comprar un poco de fiambre y una coca. Luego, por la tarde, quizá salga a caminar, si no hay otra cosa para hacer». «Te acompaño» dijo Pedro, y se puso a la par mía sin esperar respuesta. «Bueno, compremos algo de comer en aquel almacén y vamos a mi casa, te invito.»
Desde la obra en construcción, había unas 12 cuadras de distancia hasta mi casa. En el trayecto compramos los alimentos. Yo vivía en una cabaña bastante pequeña pero suficiente para mi, con un entrepiso de madera donde tenía el dormitorio, y una planta baja con cocina, heladera, mesa, sillas y el baño.
Nos sentamos a comer. Pedro retomó la charla.
«¿Te dije que me voy a hacer un aeroplano?»
«Sí, me dijiste».
«Ya tengo todo, los materiales, los planos, el cableado, la hélice…
Solamente tengo que comenzar a construirlo. Me falta el lugar, pero casi tengo todo arreglado con un amigo, el Tano, que me presta un galponcito que tiene en el fondo del taller y que no usa.»
El sol del mediodía que se filtraba por la ventana entibiaba en parte el interior de la cabaña. Pero afuera estaba frío.
«Entonces, te gusta mucho volar».
«No sé, creo que sí, aunque en mi vida volé poco. Pero mirá esto». Pedro sacó un mapa gastado del bolsillo trasero del pantalón.

Continuará…

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