UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Calle de adoquines, cuneta de agua estancada

Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

No hacen falta muchos estudios para darse cuenta que es difícil reconocer cuál es nuestro primer recuerdo. No porque seamos incapaces de recordar, sino porque con el paso de los días vamos acumulando nuevos y nuevos recuerdos que se van apilando uno sobre otros, ocupando el lugar de los anteriores, como una especie de disco rígido que borra espacios de memoria para albergar nuevos datos. Y en ese revoltijo de recuerdos, las cosas se empiezan a mezclar, a confundir, a perderse entre laberintos de caras, olores, espacios, calles y palabras.
Por eso creo que es difícil discernir cuál es nuestro primer recuerdo.
Trato de hacer un ejercicio mental y lo desafío a que lo haga usted también. Bucear en nuestra conciencia más profunda. Cerrar los ojos y esperar unos minutos a que los sonidos se apaguen, las luces se vayan y el vacío, por unos minutos, nos deje realmente a solas. Y justo en ese momento, en ese instante que nos sabemos en exquisita soledad, tratar de identificar ese primer sonido, esa primer imagen que nos quedó grabada, oculta tal vez, pero imborrable al paso del tiempo, perenne a los cambios y a la vida, imperturbable a la evolución de nuestro cuerpo y nuestro espíritu.
Y así estoy yo en este momento. Con las luces apagadas, en plena noche de una Madryn ya en quietud. Solo frente a esta pantalla que titila y cierro los ojos y pienso, y respiro y recuerdo.
Es una calle soleada, de adoquines lavados por la lluvia del día anterior. El aire es más límpido, mucho más claro que el que puedo imaginar. Seguramente porque mis ojos son más cristalinos, limpios de la impureza que los años han depositado lentamente sobre mi piel. Es un barrio de las afueras de Buenos Aires, acabo de bajar una larga escalera y estoy de la mano de mi abuela, rumbo al mercado.
Los olores de los árboles me salpican y las veredas me parecen un sendero mágico de imposibles destinos. La puerta sólo está cubierta por un sin fín de cintas de plástico, mi abuela está adentro con su changuito de metal y tela de arpillera, yo jugando con las cintas de mil colores mientras sigo mirando la vereda de baldosas rayadas, amarillas y rojas, opacas de tiempo. El olor de la carne recién cortada me inunda las papilas y aspiro sacando la cara a la calle. Escucho un botellero que cruza la esquina con su carro tirado por un jamelgo cansado, el tintinear de los vidrios me hace sonreir.
Ese recuerdo me trae otro, y otro, el de la hija del sifonero del barrio, que nunca supo que fue mi novia, la vuelta a la manzana en una bicicleta azul como el cielo, los partidos de fútbol en medio de la calle, con los arcos con dos piedritas, la leche chocolatada a la tarde cuando volvía de la pileta.
Pero ese chanquito de metal que tiraba mi abuela y yo a su lado es lo que me sigue arrastrando a esa caverna oscura de mi primer recuerdo, de esa niñez suave y sin conflictos, de ese instante feliz y sin remordimientos.

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