UNA COLUMNA DE MIÉRCOLES

Las huellas de la invasión

Por Javier Arias

Cada tanto me escapo unos días, cada tanto mis pulmones necesitan esa dosis de smog necesario para seguir muriendo un día más. Y esa mala onda y esa tensión constante y esa acidez corrosiva de Buenos Aires.
Que si bien esta costa moteada de espiráculos acabó siendo mi hogar en el mundo uno lleva casi sin vergüenza el pasado enquistado debajo de las uñas que arañan suavemente la parte de atrás del corazón.
Y así, a veces me escapo, y camino por Corrientes, y me pierdo en el barrio Chino, y discuto con los taxistas y me hago mala sangre en el subte. Y cruzo las avenidas desafiando los semáforos y esquivo a las señoras gordas con changuitos de supermercado. Y me sumerjo un rato en el mar de perfumes encontrados de los shoppings, comparando las caras de hastío y de sorpresa. Y le doy el asiento a la abuela que me dice que no hace falta, que se baja en la próxima. Y me paranoiqueo con los consejos apocalípticos de robos e inseguridad, y abrazo fuerte la mochila en el colectivo.
También huelo el césped de Palermo, siento el rumor vital del tránsito y recorro esos rincones porteños que me han hecho lo que hoy soy.
Y disfruto de esas amistades que extraño y me extrañan y en una noche logramos deshojar miles de días de abandono.
Y hago cosas que en una de esas, si estuviera allá no haría, o diría que debería hacer y dejaría para otro día, como recorrer la muestra de Mafalda, en ese edificio increíble de la Usina del Arte, con Mirta, que cuida los coches desde hace 15 años y que te hace meter en contramano para ganarse los cinco pesos de cada día. O mezclarse con brasileros y japoneses, aunque mucho menos japoneses de los que uno esperaría, entre bailarines y colores en el Caminito.
También fuimos dos veces a Tecnópolis, no por militantes sino por todo lo contrario, que una muestra que queríamos ver estaba cerrada el primer día por un acto de la Presidenta. Una muestra que no todo el mundo recorre y que llegué a la conclusión que es el corazón del lugar, el punto exacto que justifica cada uno de los metros de la feria.
Te recibe la niña y te explica que Buenos Aires fue invadida, que en ese museo te muestran las huellas de esa invasión, que fue difícil conseguir todos los documentos históricos, y te interna en un mundo de fotos apocalípticas, de un Buenos Aires demolido, de muerte y de destrucción. Las imágenes son imposibles, con escombros y muertos, con soldados haciendo frente a aparatos infernales, con una Buenos Aires derrotada frente al yugo del invasor. Es una muestra, que montada en cualquier otro lugar pasaría inadvertida, como una más, pero instalada entre puestos de tecnología, de realidad práctica, de academicismo puro, cobra otro valor. Si al lado nos explican cómo se extrae el petróleo, y al otro lado el proceso evolutivo del hombre y acá estamos parados en medio de cascarudos y gurbos, de manos, ellos y nieve radioactiva, se logra un homenaje imposible para la cultura mundial, un recuerdo impensado para Oesterheld y su obra.
Por eso creo que esta muestra es la que finalmente le da sentido a todo Tecnópolis, porque más allá de la increíble tarea de divulgación científica de toda la feria, sin ella sería imposible las huellas de la invasión, y sin las huellas de la invasión sólo sería una muestra de divulgación científica.
Y seguir después con las baldosas rotas de San Telmo, y las niñas bonitas de Belgrano, y los raros peinados nuevos de cada esquina.
La vuelta es otra cosa, los kilómetros se superponen en la ventanilla y pasan del verde al amarillo lentamente inundando nuestro ser de Patagonia, que uno se escapa, pero siempre vuelve, de regreso a casa.

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