TEXTOS ESCOGIDOS

Magia – Parte 3

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

Página de cuento 488

Cuando la vida se transforma en una pesadilla, llegó la hora de despertarse.
Pero todo cambió cuando Berloz, misterioso y casi místico, trajo una caja de paneles de madera ordinaria, del tamaño de dos personas paradas, y dijo en un raro castellano «Ahora, señoras y señores, comenzaré con mi rutina de desaparición de la materia».

De inmediato tomó una silla, abrió la caja, la metió adentro, realizó unos conjuros bodevileanos, abrió la caja y la silla no estaba. Luego continuó con la mesita, la galera, el bastón y otros objetos.

Exacerbado por el silencio tenso del público que miraba con devoción, continuó, como poseído, haciendo desaparecer todo lo que encontraba a su alrededor. Esto se ponía extraño.

Con un movimiento premeditado pero compulsivo a la vez, Berloz tomó a la bataraza del cogote, la mostró por un instante al público y la hizo desaparecer.

«¡No! ¡A la ponedora no!» grité sin pensar. Berloz me miró, esbozó una sonrisa irónica y arrojó con desidia a la bataraza adentro de la caja, que no pudo decir ni un mísero cacareo. Todo desaparecía de manera instantánea. En un arrebato agarró a la bailarina, que parecía forcejear con el maligno mago quien, más fuerte y decidido, la metió adentro de la caja para
convertirla en nada. Con los ojos desorbitados y ante la mirada desesperada de muchos espectadores, tomó al niño rubio y a su madre, luego al gordo de pechos afeminados, a la pareja, a los tres amigos, que ya no se burlaban, a las señoras maquilladas, y así, uno a uno fue haciendo desaparecer a todos. Solamente quedábamos la caja, Berloz, el vaso de pochoclo y yo.

Berloz hizo un breve silencio, un ademán. Con la mano extendida hacia mi y el dedo índice apuntándome me ordenó:
«¡Usted! ¡Venga!»
Me aferré a la silla de plástico con toda mi fuerza pero el mago, de una forma inexplicable, me arrancó de un tirón y me arrojó adentro de la caja.
Lo único de mi que quedaba en ese momento afuera, era la copa de pochoclo.

Cerró la caja y todo se oscureció. Frente a mis ojos, cegados, comenzó a dibujarse una espiral giratoria de colores varios que se cerraba en el centro, como un abismo negro. La espiral giraba cada vez más rápido y un sonido agudo más y más fuerte me taladraba los oídos. Crudas risas del más allá sonaban por doquier, acompañadas con caras cadavéricas que llegaban de repente y aparecían frente a mi, como en un tenebroso tren fantasma. La velocidad de la espiral imprimía una velocidad de vértigo, como de caída al vacío. Mientras caía, bailarinas con piernas largas y gallinas corrían adelante, inalcanzables siempre.

Me puse a gritar como loco, totalmente fuera de control, hasta que de repente la espiral se detuvo, el ruido cesó y se abrieron las puertas de la caja.
Un reflector fortísimo me dio de lleno en el rostro cuando el mago me tomó amablemente del brazo y me hizo salir. Una multitud aplaudía de pie la actuación, entre ellos pude divisar a algunos de los personajes del público antes mencionados. Todos miraban sonrientes y aplaudían, como autómatas.

Volví a lo que creía era mi viejo asiento, pero el pochoclo ya no estaba allí. En su lugar había unas pocas plumas, y una liga negra que quizá hubiera sido de la bailarina.
Un poco mareado todavía, salí de la carpa y me compré un pancho con ketchup, mostaza y mayonesa en un pequeño puesto aledaño, atendido por una mujer que se parecía demasiado a la bailarina.
Un poco mareado aún, me fui del lugar.
Mientras caminaba, algo me decía que acá había algo raro.
Todo parecía apuntar a que esto era la ciudad de Puerto Madryn, los carteles, las construcciones, las calles, los barcos en el muelle.
Pero no, el mar no era el mismo. Esto no era Puerto Madryn. Este era otro lugar. Parecido, pero no el mismo.

Berloz había logrado engañarme. Me había hecho creer lo que yo no le iba a creer, mientras que yo le hice creer lo que realmente yo creía.
De todas formas, seguí caminando por las calles de este lugar totalmente desconocido.
Así llegué despacio hasta mi casa.
Antes de entrar, me fui hasta el gallinero, a fin de verificar si Gertrudis, mi bataraza ponedora, había regresado. Felizmente así era.
Pero la bailarina de las piernas largas no aparecía por ninguna parte.
Entonces, apagué todo y me fui a dormir.

FIN

ÚLTIMAS NOTICIAS