TEXTOS ESCOGIDOS

Magia – Parte 2

Por Carlos Alberto Nacher
Cnacher1@hotmail.com www.nacher.com.ar

Página de cuento 487

Cuando la vida se transforma en una pesadilla, llegó la hora de despertarse

Berloz, si de él se trataba, seguía vociferando con la cara llena de espuma y una brocha en la mano, que de vez en cuando levantaba en alto, como indicando alguna parte en particular de la estructura metálica que se estaba montando.
Detrás mío, del lado del mar, un silbido agudo hizo que me volteara para ver, pero no, no era nada, en el agua seguía todo distinto, como siempre, por eso no le presté importancia. No sé cuánto tiempo me llevó girar hacia el mar, mirar, y volver a girar hacia el circo, pero lo cierto es que cuando volví mi mirada hacia él, ya estaba montada la fachada principal de la carpa, con una imponente entrada improvisada sobre un montículo de tierra y un cartel fileteado a mano: «Gran Circo Berloz».
A un costado, un ventanuco de rejas iba a servir de comunicación entre el público y la boletería. Adelante, un cartel en blanco y negro: «Primera función: viernes 20.00 hs».

A las 19:45, entrada en mano, me encontraba haciendo la cola para ver el prometedor espectáculo circense. Un sinnúmero de gente se amontonaba delante y detrás mío, delineando una curva humana que desembocaba en el acceso a la carpa. La gente se distribuía por convención tácita una a continuación de la otra, en una cola tipo FIFO (first in, first out).

Un viento ancestral hacía flamear, como fantasmas, a las lonas del techo de la carpa.
Entramos y enseguida nos acomodamos sobre unas sillas de plástico, asentadas débilmente sobre la tierra. Una hermosa muchacha con ropa ajustada y sonriente nos acomodaba amablemente en nuestros respectivos puestos. Compré un vaso plástico grande de pochoclo, dispuesto a no desilusionarme con Berloz, mejor dicho, todo lo contrario, mas bien iba en busca de una ilusión.

Una música estridente, seguida de reflectores que giraban centralizando el enfoque hacia la pista, anunció el comienzo de la función. A través del tiempo desfilaron payasos, trapecistas, equilibristas, malabaristas, bailarinas.
Yo miraba y comía pochoclo.

El público sentado a mi alrededor era difícil de distinguir, estaba oscuro.
Pero en la penumbra pude ver a un niño rubio con alguien que quizá fuera su madre, un hombre bastante obeso con pechos crecidos, como de matrona, una pareja abrazada, tres jóvenes amigos que le hacían burla a otros sentados más lejos, dos señoras mayores pintadas con gruesas pinceladas de sombreado verde en los párpados, y un hombre flaco, con un pañuelo al cuello y cuatro niños, dos a cada lado.

De pronto, las luces se apagaron, la música festiva se transformó en una tensión sonora lograda con la ejecución de un coro de cuerdas en un acorde dominante de séptima, alternando con un disminuido o bien uno acorde de séptima con la quinta bemol, pero en realidad no le estaba prestando mucha atención a la música: todos mis pochoclos estaban apuntando a lo que iba a pasar.

Se abrió violentamente un telón improvisado detrás de la pista e hizo su entrada triunfal el gran Mago Berloz, que era, efectivamente, aquél que yo había visto el día anterior en camiseta y con crema de afeitar, sólo que ahora se ocultaba tras una gran capa negra y roja y su rostro no tenía crema, tampoco barba.

Su mirada, profunda, hipnotizaba a todos. A su lado, una hermosa ayudante de piernas larguísimas y brillantes, de movimientos gráciles y agacelados, disponía los elementos del mago sobre una mesita, mientras bailaba realizando unos pasos en donde confluían unas pocas clases de ballet clásico con aqua-gym y algo de break-dance.

La actuación comenzó de una manera previsible, con trucos de cartas, apariciones imprevistas de animales varios, entre ellos una gallina bataraza de una contextura ósea y cartilaginosa similar a Gertrudis, la ponedora que tengo en el gallinero del fondo y que había extraviado.

Continuará…

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