BIOGRAFÍAS IMPOSIBLES DE PERSONAS QUE DEBERÍAN HABER EXISTIDO

Los trucos de Jecinaldo Matule-Varete

biografias 107 12-10-13 (Jecinaldo Matule-Varete-r)Por Javier Arias
javierarias@eldigito.com

Son bien escasos los magos en el Amazonas. Tal vez se deba a la exigua inserción de la cultura europea, a la poca densidad geográfica o, tal vez, a la mínima ropa que habitualmente usan sus habitantes, problema insalvable a la hora de esconder artilugios en las mangas de camisa. La cosa es que ver un mago en esta región tropical es más difícil que encontrar un koala jugando al bridge. Por eso el caso de Jecinaldo Matule-Varete es un caso sumamente excepcional.
Nació en el pueblo de Sao Gabriel de Cachoeira, a orillas de un brazo del río Amazonas, en 1932, producto del matrimonio de Joao Alberto Matule-Varete y Clovis Morubay. A los pocos años de edad su padre decidió trasladarse temporalmente hasta el cercano poblado de Barcelos, a fin de escapar de la furia del padre de su esposa. Algunos biógrafos trataron de dilucidar el misterio de esta partida tan intempestiva, que tanto modificó el destino del joven Jecinaldo, pero son pocos los que han dado con una razón cien por ciento convalidada, aunque los rumores hablan de cierta infidelidad matrimonial de Joao Alberto y hasta involucran a la anciana esposa del viejo Morubay.
El hecho es que Jecinaldo, que estaba destinado a seguir la tradición familiar, transformándose en un pescador de pirañas para venderlas a los turistas americanos, de repente se encontró en un entorno desconocido, ambiguo y hasta hostil. Extrañaba a su madre, a sus amigos y a su perro y en uno de sus tantos deambulares por las afueras del pueblo se topó con una feria ambulante, que había sido, hacía pocos minutos, expulsada de Barcelos. Fue un apasionamiento fulminante, tal vez por sentirse él mismo otro expulsado, comulgó rápidamente con los nómades artistas y sin pensarlo se trepó al primer carromato que alcanzó. Hubiera sido mejor pensarlo, aunque sea por unos segundos, porque justamente se subió al carromato que transportaba al gato montés, quien casi lo hace papilla de Jecinaldo. Los gritos despertaron a Don Euduvio, quien a fuerza de látigo, agua y unos cuántos mordiscones, logró rescatar al joven correguajo de las fauces del hambriento felino.
Don Euduvio, conmovido por la tristeza que reflejaba en los ojos Jecinaldo, decidió tomarlo bajo su protección y enseñarle su oficio. Así fue como Jecinaldo abandonó, en un sólo acto, a su padre, a su casa y a su pasado y al mismo tiempo abrazó su nuevo futuro, sería mago como Don Euduvio.
Acá deberíamos hacer un descanso y aclarar que Don Euduvio era el encargado de armar las tiendas de la feria y en su vida había aprendido ni siquiera un mísero truco de cartas, pero no tuvo corazón para desmentir la fantasía del niño. Ni en ese momento, ni diez años después, cuando Jecinaldo, ya convertido en “el Gran Naldo”, lo presentaba como su mentor y maestro.
Los años se fueron sucediendo sin grandes sorpresas, Don Euduvio se esmeraba día a día en inventar nuevos trucos de magia para enseñarle a Jecinaldo y mantener su falsa utopía y a la noche, el aprendiz los presentaba a sus compañeros viajantes, quienes, ya perdidas todas las esperanzas de hacerse ricos con el nuevo integrante de la compañía, aplaudían resignadamente cada uno de los fracasos ilusionistas.
La feria ambulante recorrió miles de aldeas y pueblos, en algunas tuvo más éxito que en otras, hasta hubo oportunidades en las que no tuvieron que escapar por la noche. Pero cada una de las presentaciones tuvieron un común denominador, Jecinaldo siempre desilusionaba con su espectáculo de ilusionismo.
Más de una vez el Gran Naldo había protestado porque no lo incluían ni en los afiches, ni en las volantas, ni siquiera en los discursos de los pregoneros. Afirmaba que era un despropósito tener un mago en la feria y no aprovechar el plus promocional que esto implicaba. Lejos de verse apabullados por tan altisonantes palabras, que vaya uno a saber dónde las había aprendido Jecinaldo, sus compañeros no sólo nunca le hicieron caso, sino que no perdían oportunidad para suspender el acto de magia por cualquier motivo. Si no era porque el “cajón de la muerte” tenía una bisagra rota, era porque el conejo estaba resfriado, pero en cada función buscaban una excusa para dejar a Jecinaldo detrás del telón y permitir que la ira del público creciera, paulatina y naturalmente, con el espectáculo.
Hacia fines de 1966 la feria, que había estado sufriendo en los últimos años una diáspora alarmante, ya no de público, sino de integrantes, se terminó de desarmar. Quedaron Jecinaldo y Don Euduvio en un carromato desvencijado a la orilla del Japura. Don Euduvio, con más de noventa años, tomó la mano de quien ya consideraba su hijo y le dijo: “Jeci…”. “Gran Naldo, Don Euduvio”, le respondió con la frente alta Jecinaldo. “Gran Naldo, debo decirte algo…”, hizo una pausa, tragó dificultosamente un sorbo de agua y antes de morir, confesó “yo nunca fui…”
El Gran Naldo, ahora solo, pero dueño de un carromato propio, siguió presentándose en diferentes poblados hasta que llegó, sin buscarlo, a su vieja aldea de Sao Gabriel de Cachoeira. Allí su éxito fue tan efímero como siempre, pero entre el público se escuchó la voz del anciano venerable del pueblo, el viejo Morubay, que dijo: “Me hace acordar a alguien…”. “¿A David Copperfield?” le preguntaron. “No jodamos” respondió el viejo y agarró la primera piedra para revolearsela al mago.

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