TEXTOS ESCOGIDOS

Leyenda: El canto de la ballena

ballena-7Por Carlos Alberto Nacher
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Por la zona circulan muchísimas leyendas bárdicas, la mayoría de ellas traídas por aquellos arriesgados colonos galeses que se vinieron a la Patagonia, cuando esta empresa era poco menos que lanzarse a la conquista de la luna, aunque sin escafandra pero con sombrero. Estas historias narradas por los antiguos Jones, Matthews, Humpreys, Evans, Roberts, etc. son extremadamente bellas por ese toque místico de aquellos países del norte, plagados de historias de duendes, gnomos y princesas encantadas, además de una gran riqueza tanto en lo sintáctico, con ese modo de contar tan particular de los celtas, como en el contenido de las leyendas, siempre con ese caudal inigualable de fantasía y misterio.
Pero como no tengo en mente ninguna leyenda bárdica seria o al menos coherente, y para no faltarle el respeto a las tradiciones celtas, prefiero hoy contar este bolazo que fuera relatado por el honorable Cuis, con su inconfundible estilo claro y mordaz, una noche seca y fresca, recién comenzada la primavera, mientras estábamos en el quincho del fondo de la morada del mencionado, bebiendo copiosos vasos de Johnny Walker con hielo y escuchando a Marley en la compactera de última generación, que el mismo Cuis instaló contra una de las paredes del quincho, rodeando los potentes bafles de 12 pulgadas con cuatro calaveras de capón, una de carnero y varias plumas de ñandú previamente conservadas en formol y sal gruesa para equilibrar el Ph.
En el ambiente sonaba a todo volumen «Get up, stand up» del mito jamaiquino, cuando el Cuis cambió de repente su semblante, dejó como en un ritual el vaso de whisky a medio terminar sobre el tablón que hacía las veces de mesa y dijo:
«Esta costumbre que tienen los jóvenes como nosotros, de poner la música a todo lo que da hasta que sangren los tímpanos, proviene de una vieja historia, de cuando los primeros mortales que moraron en la tierra fueron creados por los dioses. En su magnánima benevolencia, los dioses los crearon a su imagen y les dieron muchas atribuciones, entre ellas una voz de trueno con la que podrían dominar a todas las otras criaturas de la naturaleza, seres titánicos como los gigantes de un solo ojo, los dragones de dos cabezas, los unicornios y los basiliscos que eran tan frecuentes en esta zona. Todos ellos caían a sus pies aturdidos por esos gritos poderosos y letales.
En medio del caos que prevalecía en esos primeros tiempos, los hombres dominaban al resto de las razas. Fue entonces cuando Bilail, un druida de la escuela de Anstruth, que estaba siempre en pugna por la supremacía con la orden de los elfos de Dremkis, y que además tocaba el laúd con dos dedos y sin mirar los trastes, se puso a componer su Canción Eterna, la creación más importante con la que vencería finalmente a sus archirrivales, los elfos, y se haría dueño del mundo.
Así fue como se subió a una de las bardas más grandes que existían en el Golfo Nuevo, hoy conocido como Cerro Avanzado, y mirando al cielo se puso a tañer su laúd, entonando la canción con una voz gutural que hacía temblar hasta a los tamariscos.
Cuando los dioses, que en esa época bajaban a descansar a la Isla de los Pájaros, escucharon a aquel osado mortal gritando más fuerte que el trueno y vieron en su frente dibujada la marca del egoísmo y el deseo de poder, decidieron quitarle el don del grito gutural a todos los hombres y dárselo a las ballenas, esos seres benévolos y silenciosos que no tenían más deseos que el de pasar su vida apaciblemente bajo las aguas espesas del golfo, sin molestar y sin ser molestados.
Bilail se quedó casi mudo y se tuvo que conformar con ir a cantar de vez en cuando unos insulsos boleros irlandeses a algunas de esas tabernas de mala muerte, que eran frecuentes en aquellas épocas en el golfo, acompañándose solamente con un pobre arpa de tres cuerdas y un coro de cuernos en Si bemol.
Pero el poder inaudito que les dio a las ballenas la emisión del grito gutural las cambió, y como en aquella «Rebelión en la Granja» de Orwell, los cetáceos se humanizaron, se impregnaron de ambiciones, ansias, celos, hedonismo, egoísmo y esa vieja maldad ante la capacidad para manipular la energía del Tejido del Universo con sólo desearlo.
Las ballenas gritaban y gritaban como locas, taladrando los tímpanos de todos los animales acuáticos y terrestres, que a su vez eran obligados a postrarse ante ellas y a venerarlas. Y así fue hasta que nuevamente los dioses bajaron al golfo, y al ver semejante descontrol, decidieron de una manera drástica castrar a Morddath, la ballena líder, al tiempo que le dijeron «Por tu desobediencia tú y toda tu estirpe serán condenados de por vida a soportar a cada rato la presencia cercana de barcos de avistaje, llenos de turistas extranjeros y nacionales que querrán tocarlas a toda costa y sacarles fotos, mientras ustedes deberán de vez en cuando sacar la cola y golpear el agua con fuerza para el deleite del turismo y de los prestadores. Y además desde ahora van a hablar finito.»
A partir de ese momento la naturaleza se ordenó, las ballenas volvieron a ser esas dóciles criaturas adorables que soplan para arriba y hacen monerías y los hombres del golfo cambiaron el laúd por el remo, y llevaron a los elfos a ver de cerca a los gigantes del mar, a cambio de importantes sumas de dinero.
Las ballenas, a partir de entonces, se pudieron comunicar auditivamente con un sonido largo, variado y agudo que bajo el agua transita muchos kilómetros y que tantas veces confundió a los marinos crédulos, que creyeron haber escuchado el canto de las sirenas, como le pasó al Pocho Mastronicola, un merlucero que mientras estaba levantando la red llena de pescados, escuchó tras la cresta de las olas gigantes de la boca del golfo el canto de las ballenas y se enamoró perdidamente de ellas, tanto que al final terminó casándose con la Gorda Tocazo, una mujer de 163 kilos (a la sombra) que tenía un kiosko donde además vendía regionales, sacaba fotocopias y vendía cigarrillos sueltos.»

Finalizada su arenga, el Cuis hizo un silencio y se sentó nuevamente frente a la compactera, pasando al CD número 3 (Los Pericos: Big Yuyo), mientras miraba de reojo esperando algún comentario de los presentes.
Pero nadie dijo nada.

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